Fernando Lázaro Carreter nació en Zaragoza (1923) y en su Universidad cursó brillantemente los Estudios Comunes (1941-1943), para después marchar a Madrid a licenciarse en una Filología Románica que por entonces en su ciudad natal no se impartía. Pero este traslado a la Complutense no supuso la ruptura con la capital aragonesa, ni rompería vínculos con su primera Universidad, que visitó asiduamente para participar en tribunales de tesis doctorales o para dictar multitudinarias conferencias en el Aula Magna de Filosofía y Letras. La Universidad de Zaragoza distinguió a Lázaro Carreter con el alto galardón de un doctorado honoris causa, y él la honró con su aprecio, siempre, y con la asistencia durante varios años a los Cursos de Verano de Jaca, donde aún se recuerda su lección inaugural en un abarrotado Palacio de Congresos (1993), o sus no menos aplaudidas presentaciones de las que protagonizaron Mario Vargas Llosa (1995) y Antonio Mingote (1996).
Con el bagaje intelectual adquirido a orillas del Ebro, pero también con su innata inteligencia y con un madurado tesón, pleno de juvenil entusiasmo entró en la capitalina Universidad Complutense el estudiante de provincias, con la fortuna de hallar un extraordinario maestro en Dámaso Alonso, que conjugaba los saberes literarios, él mismo gran poeta, con el más depurado método de la lingüística histórica y comparada. De sus vastos conocimientos y de sus iluminadas intuiciones lingüísticas y literarias se nutrió el discípulo aragonés, que dedicó el primer estudio de licenciatura a la descripción lingüística del pueblo de sus padres, El habla de Magallón. Notas para el estudio del aragonés vulgar (1945), trabajo hecho según los cánones a la sazón vigentes, pero que a todas luces revela la buena formación y el rigor filológico de su autor, así como su sindéresis en la consideración del habla vulgar y rústica, acompañada de la puntual advertencia sobre las dificultades que la determinación de un habla local comportaban, y todavía hoy comportan. Esto, dicho y hecho a sus veintidós años de edad, y en las penurias de todo orden de nuestra postguerra.
Dos años después leería su tesis doctoral, publicada en 1949 con el título de Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII, libro que sería como bocanada de aire fresco en las investigaciones sobre el español, y en cierto modo la consagración de Fernando Lázaro Carreter, ese mismo año hecho catedrático de Salamanca, donde su fama no cesaría de crecer. En la dedicatoria de la Serta Philologica que en 1984 se le ofreció, así sintetizaba la trayectoria universitaria y científica del entonces homenajeado su maestro Dámaso Alonso.
Hay en España unos cuantos hombres, que los viejos hemos visto subir desde su juventud hasta una edad plena, admirables ilustradores de los problemas de la lingüística y de la atracción de la belleza literaria.
El más claro ejemplo de esa comunidad, de los mil temas y problemas y de su exposición desde los libros científicos hasta los artículos periodísticos está en la obra de Fernando Lázaro, grandemente admirado hoy, en España, y muy conocido en el mundo hispanoamericano y también en otros países extranjeros.
De 1984 a 2004, año de su fallecimiento, mucho aumentaron los méritos que Dámaso Alonso elogiaba en Lázaro Carreter. Pero me limitaré ahora a destacar su preocupación por el buen uso idiomático, que para él nada tenía que ver con el encorsetamiento reglamentista, cuestión que ya apuntaba en su libro de 1949, donde llamaba la atención sobre el hecho de que hasta avanzado el siglo XVIII la enseñanza de la lengua española simplemente se había limitado a que los niños aprendieran a leer y escribir, de manera que anteriormente el buen hablar en modo alguno podía haberse regido por reglas de ninguna clase, sino por la atracción del uso de los mejores en el manejo de la lengua hablada y escrita.
Por supuesto que Lázaro Carreter defendió la autoridad de las directrices de la Real Academia Española, institución para la cual fue elegido miembro de número en 1972 y de la que después sería director, “recomendaciones o normas o como quiera que queramos llamarlas” dijo en 1992, pero esa tutela poco conseguiría sin contar con el amor hacia su lengua del hablante cultivado y con responsabilidad social en su acción comunicativa, pues uno de los mayores peligros que a nuestra lengua acechan viene, según reiteradamente advirtió en sus Dardos en la palabra, de la desidia, de la contumaz indisciplina de quienes habrían de ser sus más cuidadosos usuarios, fundamentalmente “porque -en palabras suyas- el español pertenece a muchos millones de seres que no son españoles; porque es nuestro patrimonio común más consistente; y porque, si se nos rompe, todos quedaremos rotos y sin la fuerza que algún día podemos tener juntos”.
Tuvo Lázaro Carreter la rara condición del erudito, y él en grado sumo lo fue, al que muchos pueden leer entre otras cosas porque no alardeaba de sus conocimientos ni los apelmazaba en sus escritos. Buena parte del éxito de nuestro académico radica en la comunión que se da entre él y sus incontables lectores, pues no sólo trató cuestiones de actualidad que a tantos chocan e interesan, sino que lo hizo con un estilo vivaz envuelto en humor de varios tonos y repentes de aguda ironía.
Claro es que todo esto no lo pudo conseguir sin una extraordinaria familiaridad con el español, histórico y actual, sin una notable capacidad para la observación incansablemente curiosa, sin un gran talento, en suma. Lázaro Carreter poseyó la virtud de despertar en muchos españoles el interés por su lengua, por la propiedad idiomática, que tiene que ver con una cierta normatividad exenta de purismo, conciencia pública que mucha falta hacía en España y que es preciso mantener y avivar aún más. Por supuesto, el magistral desempeño de Lázaro Carreter en la docencia y en la investigación lingüística y literaria requería vastos conocimientos y una especial inteligencia, condiciones que le permitirían jugar el relevante papel resumido en la autorizada opinión de Víctor García de la Concha.
En su investigación que, con espíritu humanista, abarcó la teoría lingüística y la literaria, la gramática histórica y la sincrónica, la dialectología, la crítica textual y la historia literaria, ha sido Fernando Lázaro un filólogo atento a maridar la tradición de la escuela filológica hispánica con las aportaciones de los nuevos saberes. De ahí que con su magisterio abriera muchas vías a la renovación.