Salir

El honor se tributa a una persona como prueba del bien que hay en ella

Tomás de Aquino

Manuel García Pelayo

Facultad de Derecho
Manuel García Pelayo
Fecha acuerdo
Rector
Federico López Mateos
Padrinos
Manuel Ramírez Jiménez
Semblanza

Conocí a Manuel García Pelayo por la pura circunstancia de una común coincidencia en una cena organizada por una familia bastante amiga suya. Hacía muy pocos meses de su regreso definitivo a España. En 1958 y tras sus experiencia científicas en Argentina y Puerto Rico, fue llamado por la Universidad Central de Venezuela para llevar a cabo la organización de un Instituto de Estudios Políticos, centro cuya dirección mantuvo hasta su jubilación académica en 1979. Para quien estas líneas redacta, la asistencia a aquella cena constituyó la impagable fortuna de un conocimiento personal que ansiaba con fuerza desde que tuvo noticias de la estancia de tan insigne maestro en Madrid. Y desde los inicios de la conversación, tengo para mí que se cruzaron en el aire dos claros sentimiento. Por mi parte, la interna alegría al comprobar que hablaba por vez primera con un hombre sabio y honrado a la vez. Por la suya, me atrevo a barruntar que la de conectar con un joven catedrático, exento de cualquier tipo de compromiso político previo, a quien todavía podía enseñar no pocas cosas, de la ciencia y de la vida. Como la velada tuvo pronto final, no recuerdo ahora muy bien la argucia empelada para conseguir del maestro una invitación en su casa para pocos días después. Y en esta ocasión sí que bien recuerdo que consumimos casi todo el tiempo hablando sobre la República. La que yo había estudiado y él había vivido.

Durante el curso académico 1977-1978, asumí el compromiso en mi Facultad de Derecho de organizar un Seminario Interdisciplinar sobre la naciente Constitución. Me atreví a invitarle y con sumo gusto nos impartió una auténtica lección magistral a la que tituló “Consideraciones sobre las cláusulas económicas de la Constitución”. Y curiosamente, al inicio de esta intervención, es posible encontrar la modernidad de su concepción constitucionalista, bien ajena al formalismo jurídico todavía vigente en muchos estudiosos de nuestro país. “La estabilidad política de una Constitución depende de factores exógenos a ella misma, puesto que la Constitución es, al fin y al cabo, un componente de un conjunto más amplio al que, en términos generales, podemos designar como sistema político y, por consiguiente, lo que sea y signifique dependerá de su interacción con otros componentes de dicho sistema entre los que podemos mencionar, a título de ejemplo, los partidos políticos, las organizaciones de intereses, las actitudes políticas, etc.“ ¡Certeza afirmación de un ilustre pionero de nuestro Derecho Constitucional! (Vd. la ponencia de García Pelayo en el libro conjunto Estudios sobre la Constitución Española de 1978, edit. por Manuel Ramírez. Libros Pórtico. Zaragoza, 1979). Por eso nada extraña que su hasta ahora insuperable Manual de Derecho Constitucional Comparado no se hubiera olvidado de, tras el análisis del texto constitucional, dedicar idóneas consideraciones sobre los partidos y la vida política de cada uno de los regímenes que contiene. No fuimos pocos quienes, allá por los sesenta, mucho aprendimos lo que más allá de nuestras fronteras era un régimen constitucional.

Pero, tras lo narrado, se produce un evento de especial y emotiva relación con Manuel García Pelayo. Creo que debe quedar constancia escrita del mismo. En el año 1983, la Universidad de Zaragoza celebraba el 400 aniversario de su creación y lo hizo sumando una meritoria relación de actos que no podemos enumerar aquí. Pero el más importante, el central, logró que su Paraninfo se desbordara. Ocuparon la Presidencia SSMM los Reyes y, junto a ellos, todo tipo de representaciones oficiales, a las que se unieron, en bonito gesto, los Rectores de las Universidades españolas. Para esta ocasión, se habían solicitado de las Facultades propuestas de ilustres personalidades del mundo académico para proceder a investirlos como doctores honoris causa. Por cierto que esta distinción gozaba todavía de un gran prestigio que, por desgracia y en fechas recientes, ha ido menguando notablemente por obra de nombramientos que producen cierto sonrojo. En la Facultad de Derecho el nombre de García Pelayo obtuvo la unánime complacencia. Me correspondió actuar como su padrino en el acto solemne, mientras el entonces decano, el profesor Juan Rivero, ensalzó sus méritos en una brillante loa. A propuesta de la Facultad de Filosofía y Letras, recibió tal investidura ese otro gran hombre y amigo (sus coloquios en Pau nos habían unido entrañablemente) llamado Manuel Tuñón de Lara. Y entre los asistentes al acto, como catedrático de Historia del Derecho, se encontraba el profesor Jesús Lalinde.

La longitud de la reseña era necesaria para bien comprender el final. Terminada la comida con los Reyes y durante los habituales coloquios de despedida, tuvo lugar el célebre encuentro del que siempre me sentiré plenamente feliz, a pesar de ignorar el precedente. Aquellos tres hombres, García Pelayo, Tuñón de Lara y Jesús Lalinde se abrazaban con emoción. Y es que los tres habían coincidido en el puerto de Alicante en 1939 esperando que entrara a rescatarlos, como republicanos perdedores de una cruel guerra civil, un barco que nunca llegó a entrar. Los tres pasaron, como presos políticos, a compartir sufrimiento en el campo de Albatera. ¿Y no se habían visto desde entonces? ¡Gran triunfo, no programado, pero sí acontecido por un acto académico!

Y tras la experiencia en Albatera, la dispersión. García Pelayo conoció el estallido de la Guerra Civil durante su larga estancia en Alemania, ampliando sus estudios para concurrir a una cátedra que nunca llegó a convocarse. Incorporado el ejército de la República, llegó a ocupar altos cargos de dirección en el mismo, Y, después de Albatera, cumplió condena en las cárceles de Gandía y Madrid. En 1942 y para buscarse la vida, comenzó a impartir clases particulares, hasta que en 1948 y gracias a la insistencia de Javier Conde, se incorpora al Instituto de Estudios Políticos donde permanece hasta que en 1951 toma la decisión de exiliarse voluntariamente primero a la Argentina y más tarde a Puerto Rico. Por cierto que constituiría una importante obra de investigación tanto la labor de Javier Conde como la del mismo Instituto de Estudios Políticos, apoyando, sin condicionamiento político previo, a no pocas buenas cabezas del momento animándoles a que salieran al extranjero a formarse. El profesor y maestro Juan Linz fue uno de ellos.

La obra de García Pelayo, sellada por las características de su extensión, universalismo y modernidad, suele tener al Estado como objeto fundamental de atención quizá debido a las fuentes germanas en que se forjó. Escribió mucho, nunca esquivó los temas profundos y, sobre todo, parece que, a lo largo de su vida y desde su fecundo Instituto venezolano, se empeñó en tomar el pulso a las continuas circunstancias que a la política y al mismo Estado han ido acompañando a lo largo del siglo XX. Por eso su producción va desde su Manual de corte clásico a obras como Mitos y símbolos políticos, Burocracia y tecnocracia, Las transformaciones del Estado contemporáneo o su actualísimo El Estado de Partidos. Los mismos títulos dan ya una idea acorde con lo que el Estado va experimentando en nuestros días. Por ello entiendo que no es posible acercarse al estudio del Estado sin conocer a fondo su obra. La de quien confiesa no haber pertenecido nunca a ninguna escuela y preferir “ser señor de mis propias tareas a menestral de las ajenas”.

Desde estas últimas confesiones, difícil resultó al sabio el desempeño de la presidencia del Tribunal Constitucional (nombrado en 1979) y triste para todos fue su retorno y muerte en Caracas, sin duda desilusionado de su experiencia en nuestra difícil piel de toro.

Autor semblanza

Manuel Ramírez Jiménez