La colación del grado de doctor suele coincidir con el inicio de una etapa, de un proyecto vital. Es promesa y vínculo para en adelante; fruto en agraz que anuncia futuras cosechas, espléndidas acaso, inciertas siempre.
No así un doctorado honoris causa, que llega, por lo común, mediado ya o más el camino de la vida, y premia, como ahora, una dedicación a la ciencia, dando entidad administrativa a un título que moralmente ya existía; o, como ahora, reconoce servicios generosos al bien común; o, como ahora, distingue al hombre que ha llegado a la más alta cumbre en su profesión; o, como ahora, es testimonio de una entrega a la docencia.
Encierra, en cualquier caso, una nota pretérita de ejemplaridad, que hace a esta ceremonia de investidura más puramente simbólica: el doctor, el que enseña, cuando se le proclama tal honoris causa ha enseñado ya, viene enseñando, con su obra científica o sus actos tal, Francisco Palá Mediano
Intelectual nato, la faceta profesional y la científica han sido en él las dos caras de una misma moneda, y a la ciencia del Derecho privado ha dedicado horas sin fin, avaramente sustraídas al reposo o al esparcimiento: horas para estudiar y acopiar materiales en libros que, cuando los adquiría, sólo manejaban en España algunos especialistas, o en otros, varias veces seculares, cuya lectura se había abandonado; horas para aprender idiomas, a fin de proporcionarse los medios instrumentales precisos que le permiten ahora poseer conocimientos excepcionales del Derecho extranjero; horas y días de aislamiento para pensar y redactar, con amor, con íntimo gozo, una veintena de estudios excelentes, muchos de extensión bastante para cumplir con las formalidades del doctorado ordinario. En ellos se revela el jurista profundo y el expositor claro; documentado siempre pese a la modestia de nuestras bibliotecas, que ha tenido que suplir a su costa; con visión muy universal y viva del Derecho, contemplado en su circunstancia económica y social; penetrante en el desarrollo de la teoría y lúcido y realista en la solución de los problemas prácticos; de ideas muy personales, fruto de serias meditaciones. Su obra es importante, y dejará huella.
Aragonés, es ejemplo de amor a su tierra donde ha permanecido y a la que ha servido, ya en empresas y cargos de todo género, algunos relacionados con la Universidad; ya, sobre todo, mediante su esfuerzo incesante en la investigación, formulación y aplicación del Derecho regnícola, que siente y vive como algo entrañable y singular. De él ha escrito, con sentido histórico, dogmático actual y conocimiento directo del pueblo y del país; ha fomentado y orientado trabajos de otros; ha colaborado en la reforma del Apéndice y en la nueva Compilación desde 1935, siendo, con Lorente Sanz, su principal protagonista; ha promovido el quehacer colectivo en el Consejo de Estudios de Derecho Aragonés, que contribuyó a fundar y presidió al fallecer el inolvidable don Juan Moneva; desde el Consejo, ha dado impulso a una nueva generación de foralistas, contagiada de su vocación y entusiasmo, prenda, hoy de la pervivencia de nuestras instituciones y de la continuación de su obra y estilo
Notario durante casi medio siglo, enamorado de su profesión, no ha sido, con ser esto mucho, mero dispensador fiel de la fe pública, y sí, además, guía experto, prudente y afectuoso de quienes, en gran número, acudieron a él para confiarle incumbencias delicadas y graves; gestor diligente en la vida corporativa, y brillante cultivador del arte notarial, que ha enseñado a opositores y compañeros. Desde joven elaboró fórmulas originales que se difundieron por Aragón y por España. Será difícil hallar en el Cuerpo quien reúna su prestigio y autoridad.
Concurre, por último, en la persona del candidato una faceta menos conocida, pero no menos importante. Docente por temperamento, capaz de emplear su tiempo, por pura afición, en dar lecciones, dirigir un trabajo o comunicar a otros el fruto de sus reflexiones y experiencia, Francisco Palá es una estupenda vocación profesoral desaprovechada por la Universidad merced a unas concepciones y unos cuadros legales demasiado rígidos; pero también, ¿por qué no decirlo?, a cierta falta de dinamismo y de espíritu de empresa por nuestra parte. Así, maestro sin aula, doctor cuando y donde ha encontrado eco, ha conducido y tutelado abnegadamente a quienes acudimos a él; ha dado a su enseñanza calor humano, el acicate de su distinción intelectual, y el marco de una vida limpia, una bondad radical y sonriente y un desprendimiento sin tasa; y hoy puede contemplar su obra en el espejo de quienes nos reconocemos discípulos suyos, amigos suyos, deudores de una impagable deuda.
Hombre de ciencia, aragonés de pro, notario eminente, maestro y forjador de juristas, bastaría uno cualquiera de estos títulos para justificar el grado de doctor en Derecho que ahora, en nombre de la Facultad donde estudió, voy a pedir para él.
No así un doctorado honoris causa, que llega, por lo común, mediado ya o más el camino de la vida, y premia, como ahora, una dedicación a la ciencia, dando entidad administrativa a un título que moralmente ya existía; o, como ahora, reconoce servicios generosos al bien común; o, como ahora, distingue al hombre que ha llegado a la más alta cumbre en su profesión; o, como ahora, es testimonio de una entrega a la docencia.
Encierra, en cualquier caso, una nota pretérita de ejemplaridad, que hace a esta ceremonia de investidura más puramente simbólica: el doctor, el que enseña, cuando se le proclama tal honoris causa ha enseñado ya, viene enseñando, con su obra científica o sus actos tal, Francisco Palá Mediano
Intelectual nato, la faceta profesional y la científica han sido en él las dos caras de una misma moneda, y a la ciencia del Derecho privado ha dedicado horas sin fin, avaramente sustraídas al reposo o al esparcimiento: horas para estudiar y acopiar materiales en libros que, cuando los adquiría, sólo manejaban en España algunos especialistas, o en otros, varias veces seculares, cuya lectura se había abandonado; horas para aprender idiomas, a fin de proporcionarse los medios instrumentales precisos que le permiten ahora poseer conocimientos excepcionales del Derecho extranjero; horas y días de aislamiento para pensar y redactar, con amor, con íntimo gozo, una veintena de estudios excelentes, muchos de extensión bastante para cumplir con las formalidades del doctorado ordinario. En ellos se revela el jurista profundo y el expositor claro; documentado siempre pese a la modestia de nuestras bibliotecas, que ha tenido que suplir a su costa; con visión muy universal y viva del Derecho, contemplado en su circunstancia económica y social; penetrante en el desarrollo de la teoría y lúcido y realista en la solución de los problemas prácticos; de ideas muy personales, fruto de serias meditaciones. Su obra es importante, y dejará huella.
Aragonés, es ejemplo de amor a su tierra donde ha permanecido y a la que ha servido, ya en empresas y cargos de todo género, algunos relacionados con la Universidad; ya, sobre todo, mediante su esfuerzo incesante en la investigación, formulación y aplicación del Derecho regnícola, que siente y vive como algo entrañable y singular. De él ha escrito, con sentido histórico, dogmático actual y conocimiento directo del pueblo y del país; ha fomentado y orientado trabajos de otros; ha colaborado en la reforma del Apéndice y en la nueva Compilación desde 1935, siendo, con Lorente Sanz, su principal protagonista; ha promovido el quehacer colectivo en el Consejo de Estudios de Derecho Aragonés, que contribuyó a fundar y presidió al fallecer el inolvidable don Juan Moneva; desde el Consejo, ha dado impulso a una nueva generación de foralistas, contagiada de su vocación y entusiasmo, prenda, hoy de la pervivencia de nuestras instituciones y de la continuación de su obra y estilo
Notario durante casi medio siglo, enamorado de su profesión, no ha sido, con ser esto mucho, mero dispensador fiel de la fe pública, y sí, además, guía experto, prudente y afectuoso de quienes, en gran número, acudieron a él para confiarle incumbencias delicadas y graves; gestor diligente en la vida corporativa, y brillante cultivador del arte notarial, que ha enseñado a opositores y compañeros. Desde joven elaboró fórmulas originales que se difundieron por Aragón y por España. Será difícil hallar en el Cuerpo quien reúna su prestigio y autoridad.
Concurre, por último, en la persona del candidato una faceta menos conocida, pero no menos importante. Docente por temperamento, capaz de emplear su tiempo, por pura afición, en dar lecciones, dirigir un trabajo o comunicar a otros el fruto de sus reflexiones y experiencia, Francisco Palá es una estupenda vocación profesoral desaprovechada por la Universidad merced a unas concepciones y unos cuadros legales demasiado rígidos; pero también, ¿por qué no decirlo?, a cierta falta de dinamismo y de espíritu de empresa por nuestra parte. Así, maestro sin aula, doctor cuando y donde ha encontrado eco, ha conducido y tutelado abnegadamente a quienes acudimos a él; ha dado a su enseñanza calor humano, el acicate de su distinción intelectual, y el marco de una vida limpia, una bondad radical y sonriente y un desprendimiento sin tasa; y hoy puede contemplar su obra en el espejo de quienes nos reconocemos discípulos suyos, amigos suyos, deudores de una impagable deuda.
Hombre de ciencia, aragonés de pro, notario eminente, maestro y forjador de juristas, bastaría uno cualquiera de estos títulos para justificar el grado de Doctor en Derecho que ahora, en nombre de la Facultad donde estudió, voy a pedir para él.
Jesús Delgado Echeverría