Luis Buñuel Portolés
LUIS BUÑUEL PORTOLÉS
(22.2.1900 – 29.7.1983)
Luis Buñuel recorrió un apasionante trayecto desde sus primeras sesiones cinematográficas como espectador en 1908 en el salón Farrusini de la zaragozana calle San Miguel, hasta el estreno de Un perro andaluz en el Studio des Ursulines de París el 6 de junio de 1929. Una travesía durante la que iba a forjarse su perfil vital e intelectual, bebiendo de fuentes muy diversas. Entre ellas estuvieron sus años de estudio en el colegio de los jesuitas en Zaragoza, donde descubrió el atractivo y las contradicciones propias del universo religioso, además de la pasión por la entomología, un ámbito en el que le introdujo su confesor, el prestigioso científico Longinos Navás. Y también sus vacaciones en Calanda, que le pusieron en contacto con tradiciones como las del milagro de José Pellicer o los tambores de Semana Santa, que terminarían integrándose con el tiempo en su producción literaria y cinematográfica. Frustrada su inicial vocación por la música, se trasladó a Madrid donde pasó de los estudios de ingeniero agrónomo a los de Filosofía y Letras, aconsejado por Américo Castro y alentado por el ambiente de la residencia de Estudiantes, que despeñó un papel fundamental en su formación. En este lugar tuvo la oportunidad de escuchar conferencias de Einstein, Ortega o Unamuno y de convivir con José Moreno Villa, Rafael Alberti, Eduardo Marquina, Pepín Bello, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Salvador Dalí. La amistad con estos dos últimos iba a ser determinante en su evolución artística y personal. Finalmente en 1925, se trasladó a París, la ciudad en la que terminó de definirse su vocación cinematográfica. Allí estudió en la academia de Jean Epstein, para quien trabajó como ayudante de dirección y por esas mimas fechas comenzó a escribir críticas de películas, algunos poemas y sus primeros guiones.
En este punto se encontraba Buñuel cuando decidió acometer junto a Salvador Dalí la redacción del guión para Un perro andaluz (1929), utilizando los mecanismos de la escritura automática. La película se convirtió junto a la La Edad de Oro (1930) en la lectura cinematográfica más radical y rica de los principios del Surrealismo, lo que bastaría para considerar a Buñuel como uno de los artistas más relevantes del siglo XX. Sin embargo, sus aportaciones iban a seguir itinerarios muy variados, aunque teniendo siempre presente el compromiso ético y artístico que había asumido durante este periodo. En realidad, a partir de este momento es posible interpretar la actividad y producción de Luis Buñuel como la historia de un triple compromiso: con la vanguardia y la renovación artística, como un profesional eficiente y conocedor de las estrategias industriales y, por último, un compromiso de orden social y político.
En relación con el primero conviene señalar cómo el cúmulo de experiencias y aprendizajes adquiridos a lo largo de la década de los veinte le convencieron de lo importante que era poner en pie una vanguardia artística española que evitase neogongorismos o casticismos fáciles para, inspirándose en las greguerías de Gómez de la Serna, terminar derivando hacia las posiciones vinculadas al Surrealismo. De esta constatación surgieron Un perro andaluz o La edad de oro, en las que la sucesión de imágenes metafóricas reproduciendo el fluir del sueño para romper con las relaciones causa-efecto del montaje narrativo clásico, dan lugar a una nueva poética visual. Los temas y las inquietudes creativas contenidas en ambas se convirtieron en vectores llamados a evolucionar y manifestarse en su filmografía posterior bajo distintas formulaciones. De hecho, muchas de las películas que rodó en México entre 1946 y 1965 esconden bajo los ropajes del cine comercial, situaciones e imágenes que no son otra cosa que el desarrollo o la cita de asuntos ya planteados en sus dos primeras producciones. Más tarde, durante la década de los sesenta, el reencuentro con España tras una larga ausencia impuesta por el exilio le permitió volver sobre sus raíces culturales en trabajos como Viridiana (1960) y Tristana (1970), para poner al día la esencia hispana y el realismo procedente de la picaresca enriqueciéndolos con las potencialidades críticas del absurdo. Todavía en sus últimos trabajos en Francia siguió investigando y en La Vía Láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972) o El fantasma de la libertad (1974) se propuso la revisión de los postulados del Surrealismo cinematográfico, cuarenta años después, adoptando una actitud más indulgente, de manera que, sin perder su sentido crítico, resultó menos cruel.
Su segundo compromiso tiene que ver con un profundo sentido de la responsabilidad como profesional y con el conocimiento de los mecanismos y estrategias de la industria cinematografía. En su primer viaje a Estados Unidos a comienzos de la década de los treinta, se dio cuenta de la necesidad de poner en pie una infraestructura cinematográfica de cierta solidez en España. Esto le llevó a participar financieramente y a implicarse como productor ejecutivo en Filmófono, aplicando los métodos y la disciplina aprendidos en Hollywood y Joinville al trabajo en una serie de películas que, por primera vez, estuvieron en condiciones de competir con las realizadas en otros países. Pero la guerra civil interrumpió bruscamente sus proyectos. Obligado al exilio, Buñuel transitó de Francia a Estados Unidos donde pudo seguir vinculado al mundo del cine como montador en el MOMA de Nueva York y coordinador de doblajes en la Warner, a la vez que continuaba escribiendo guiones, hasta que en 1946, en México, se le presentó la posibilidad de volver a dirigir. En la industria del cine de este país se vio obligado a trabajar en obras de encargo que resolvió con la eficacia ensayada en Hollywood y Filmófono. Solvencia que le permitió adentrarse en proyectos más personales como Los olvidados, Subida al cielo, El Bruto, Él, La ilusión viaja en tranvía, Ensayo de un crimen, Nazarín, El ángel exterminador o Simón del desierto. Lo interesante del caso es que en todos ellos demostró ser un realizador capaz de ajustarse a los tiempos de rodaje establecidos y a los presupuestos, sin renunciar al desarrollo de los elementos que formaban parte de su universo creativo con el fin de poder reflexionar acerca del deseo, el azar, la religión, el misterio, la libertad o el orden establecido.
Por último es necesario hablar de su consciente e intencionado compromiso social, que fue muchos más allá de la militancia política o la colaboración con el bando republicano durante la guerra civil española. Ya en 1933, con el rodaje de Las Hurdes tierra sin pan, demostró cómo era posible y necesario tomar postura desde el cine y, de paso, construyó un documental de referencia dentro de la historia de este género en España. Años más tarde con el rodaje de Los olvidados (1950), una película declarada en 2003 Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, se acercó al tema de la marginalidad sin caer en tópicos manidos. Construyó un retrato de los pobres y los lisiados poco grato, seres moralmente tan miserables como el ambiente de los suburbios en los que vivían. Y para ello utilizó un tono de denuncia desesperanzada y trágica que estuvo presente en buena parte de su producción, acompañando las dudas de Nazarín o las renuncias de Viridiana.
Luis Buñuel debe ser considerado el mejor representante de la vanguardia surrealista en cine y uno de los directores más influyentes del siglo XX. Pero al mismo tiempo es necesario identificarlo como autor de referencia en la configuración del melodrama latinoamericano. Sin olvidar su papel como promotor de la denominada “estética de la pobreza” o de la “crueldad” a partir de la que han eclosionado nuevas cinematografías amparadas bajo el concepto de “tercer cine”, que debe interpretarse como alternativa al “primer cine” de Hollywood y al “segundo cine” o cine de autor de raigambre europea. En su creación artística, tanto literaria como cinematográfica, fue capaz de retratar sin concesiones ternuristas la condición contradictoria del ser humano, de manera que tal y como ha señalado Agustín Sánchez Vidal, uno de los expertos que mejor conoce su trabajo y perfil intelectual, Buñuel estableció en su obra una dialéctica que“...la enriquece y vertebra de punta a punta: el conflicto entre la tradición española y la vanguardia, la medieval Calanda y el París cosmopolita, la disciplina jesuítica y la libertad surrealista: en definitiva, entre Cristo y Sade, Dios y el hombre...”.