Tomás Buesa Oliver
Nació Manuel Alvar en Benicarló (Castellón) el año 1923 de padres aragoneses, que a los pocos días lo trajeron al popular barrio del Gancho de la que siempre tendría por su patria chica. En Zaragoza cursó el bachillerato y los Estudios Comunes de Filosofía y Letras, y, becado por el Ayuntamiento de esta ciudad, concluyó en Salamanca la licenciatura en Filología Románica. Jovencísimo, a los veinticuatro años, obtiene por oposición la cátedra de Gramática Histórica de la Lengua Española de la Universidad de Granada, destino que le abrirá el más ancho horizonte de su futuro como investigador.
Efectivamente, sin asomo alguno de exageración puede afirmarse que Alvar ha sido uno de los mejores dialectólogos europeos, y desde luego el primero en España y en el mundo hispánico. En su autobiográfico El envés de la hoja recordaba: “Había pisado todas las tierras de España, había sido peregrino --de arriba abajo-- por todas las hablas de América, había volado todos los aires. Había querido estrujar la vida hasta dejarla, seca, como la naranja que rezuma su ácido entre los pulpejos que la oprimen”. Y quien estas palabras escribió aún habría de recorrer muchos ríos y trochas en busca de palabras y de pronunciaciones particulares por las selvas amazónicas, por los llanos venezolanos, por el inhóspito Chaco, y por cualquier rincón de la vieja España.
El dialectólogo aragonés ciertamente estrujó su tiempo, que con la mayor generosidad derrochó en el estudio, en la investigación, en las encuestas de campo por mil lugares de medio mundo y muchas veces en penosas condiciones. No se le conoce escatima ni desmayo a su proverbial laboriosidad, y asombrosa para todos fue su capacidad para publicar sin pausa el fruto de sus trabajos de consumado investigador, el primero “Un manuscrito autógrafo de Tornamira” aparecido en la revista navarra Príncipe de Viana en 1942, cuando Alvar apenas cumplía los diecinueve años. A este artículo de juventud seguirían varios centenares más y decenas de libros de plena madurez, aunque muy pronto lograda por su autor.
Pero la consagración de Alvar como dialectólogo le vino de su magnífico Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía (ALEA), cuyo primer tomo vio la luz el año 1961, cumbre de la geografía lingüística por regiones, al que seguirían los Atlas de Canarias, de Aragón, Navarra y Rioja, de Castilla y León… Destacó asimismo el sabio aragonés en la filología aragonesa (El dialecto aragonés, de 1953), en la edición crítica de textos literarios medievales (Vida de Santa María Egipciaca, Libro de Apolonio), en el conocimiento del judeoespañol (Endechas judeo-españolas), y en el americanismo (España y América cara a cara, Léxico del mestizaje en Hispanoamérica), rama del hispanismo de la que fue descollante figura y en la que imprescindibles resultan los mapas e índices de sus ingentes Atlas lingüísticos.
La simple mención de las publicaciones de Manuel Alvar sólo en muchas páginas cabe, y hasta resulta difícil de explicar en síntesis su extraordinaria variedad temática, sin enumerar los miles de conferencias, ponencias en congresos y cursos que impartió a lo largo y ancho de todo el mundo, desde Seúl a Manila, de Nueva York a México, de Bogotá a Buenos Aires. Tan intensa actividad docente e investigadora justifica la extensa lista de distinciones y honores que cosechó Alvar, uno de los filólogos más laureados, incluido un gran número de doctorados honoris causa con que lo galardonaron muchas universidades extranjeras y españolas, entre ellos el que le concedió la de Zaragoza, por el que sintió el mayor aprecio. Y, claro está, en su currículum son sobresalientes hitos su pertenencia a la Real Academia Española, de la que fue elegido miembro de número en 1974 y de la que sería director años después.
Manuel Alvar escribió mucho, muchísimo, de muchas cosas, es muy difícil encontrar un currículum más abundoso en bibliografía que el suyo, y sus publicaciones gozaron de general aceptación, aunque la fama de la que merecidamente disfrutó radicaba sobre todo en las magistrales aportaciones a la dialectología que de su ágil pluma salieron. Porque Alvar a su finísimo oído, imprescindible en una satisfactoria encuesta de campo, unía un conocimiento verdaderamente sorprendente de las hablas populares del ancho mundo hispánico y una rara condición para el acercamiento sentimental a sus encuestados. Nadie, a buen seguro, se ha empapado mejor que él del hablar de los aragoneses, de los andaluces, de los canarios, de las más insospechadas comunidades de la inabarcable América. Pero Alvar era también un gran historiador del español, bagaje científico que le permitía dar congruente explicación a hechos actuales con poso sociocultural de siglos. Hacía, así, dialectología histórica cuando se ocupaba del aragonés, del judeoespañol o del español de América, siempre buscando la verdad. Recordando sus andanzas canarias, de nuevo en El envés de la hoja, reflexionaba:
El dialectólogo a veces se acuerda de un verso de Du Bellay: “Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un largo viaje”. Y el dialectólogo, que es hombre sincero y veraz, siente la emoción de su viaje y teme contar cosas para que los demás no le digan ¿y usted no inventa nada?
Con ese espíritu hizo infinitos caminos el dialectólogo aragonés, esforzado en demasía, despreocupado de su salud, atento al menor detalle lingüístico y antropológico. Y quienes tuvimos la fortuna de convivir con Manuel Alvar en tantos eventos académicos, en Málaga, Soria o Cáceres, en Madrid, Sevilla o Caracas, supimos de su generoso trato y exquisita profesionalidad. Aún nos estremece recordar con qué dignidad, heroica y silenciosa, sobrellevaba su tremendo mal en Las Palmas de Gran Canaria a finales de junio de 2001 a las puertas de su muerte, acaecida en agosto de ese mismo verano.
Juan Antonio Frago Gracia