Juan Francisco Herrero Perezagua y Javier López Sánchez
Laudatio
Ceremonia de investidura como doctor honoris causa
de Ignacio Sancho Gargallo
Con la venia del rector
Claustro togado, autoridades, miembros de la comunidad universitaria, familiares, señoras y señores
La Facultad de Derecho tuvo a bien elevar la propuesta de otorgamiento de este galardón a Ignacio Sancho. Lo hizo con todos los votos de los miembros de su Junta, emitidos en votación secreta, con todos, lo que no deja de ser reseñable pues lo habitual, en los debates que en ella tienen lugar y en las tomas de decisiones, es la discrepancia de pareceres. Las cualidades que reúne el candidato son la razón de esa unanimidad, la razón de que también, unánimemente, los órganos que han debido intervenir en el proceso que culmina hoy en este acto solemne informaran favorablemente y refrendaran el acuerdo.
Ignacio Sancho es un buen juez. Tan parca afirmación parece poca cosa como elogio del candidato a la más alta distinción que concede nuestra Universidad, la de su investidura como doctor honoris causa en una ceremonia atravesada por símbolos dotados de un rico significado (el birrete, el libro abierto y cerrado, la medalla), como los de esta sala que la alberga: la cabeza de Minerva en su entrada, las alegorías de las vidrieras, la abeja de la cátedra como expresión de la laboriosidad inteligente. Al decir de él que es un buen juez queremos hacer referencia a su oficio y a su cualidad: el oficio del ius dicere, de decir —aplicar— el Derecho en que se condensa el quehacer jurisdiccional —otorgar la tutela prevista por el ordenamiento ante situaciones conflictivas— y la cualidad que connota tan sencillo calificativo, sin acudir a los adjetivos de grado extremo —los elativos, según los renombra la gramática— que hoy, por abuso y desmesura, suenan huecos (excepción sea hecha del que corresponde al tratamiento del rector: magnífico).
La independencia, la imparcialidad y el desinterés objetivo son las características de la actividad jurisdiccional. Pero además de estas exigencias legales, ineludibles y debidamente garantizadas con medios de reacción y corrección, el buen juez lo es por su compromiso, un compromiso con su formación continua, con la defensa del Derecho, con el estudio del caso, con la redacción y motivación de las resoluciones, con la debida consideración hacia los profesionales y los justiciables. En Ignacio Sancho ese compromiso ha sido constante; y continúa siéndolo.
En sus más de treinta años de trayectoria profesional, acredita un esmerado cuidado por su formación. Una formación que comenzó en nuestras aulas (aquí se licenció) y que continuó con su ingreso en la judicatura, por el turno de oposición libre, y su primer destino en Alcañiz, desde donde se trasladó a Barcelona. Colacionó el grado de doctor en Derecho por la Universidad Pompeu Fabra. Una formación que contribuyó, sin duda, a que obtuviera el número uno en la primera promoción de magistrados especialistas en lo mercantil y que le llevó a presidir la sección 15ª de la Audiencia Provincial de Barcelona durante siete años. En ese tiempo, desde 2005, cuando apenas había echado a andar la Ley Concursal, sus resoluciones constituyeron el más fundado canon interpretativo en la materia. Allí permaneció hasta su nombramiento como magistrado de la Sala Primera del Tribunal Supremo en 2012, en la que no había un aragonés desde 1988 y en la que hoy le acompaña otra alumna, y profesora, de esta Universidad: María Ángeles Parra.
En este largo recorrido se ha distinguido por su acertado criterio, la finura de su razonamiento y la claridad de su expresión. Las sentencias en que firma como ponente son referencia para los jueces, los académicos y el legislador. Algunas de las reformas legislativas de los últimos años, señaladamente en materia concursal, acogen los criterios que él fue ofreciendo al interpretar normas de difícil lectura y contenido ambiguo, brindando pautas seguras —no ocasionales— que no solo resuelven el problema, sino que atienden al sistema, que solo es tal si es coherente y armónico. Abundó en ello el trabajo que tuvo ocasión de desempeñar en la Comisión General de Codificación.
Tal vez el Derecho concursal sea la materia que revele con mayor intensidad su vocación académica: el foro y la dogmática, la práctica y la ciencia o, como dijo el profesor Bonet desde esta misma tribuna, el Derecho en la vida y el Derecho para la vida, esas son las dos lentes de las que ha dispuesto para el estudio y la aplicación del Derecho. Sus trabajos doctrinales sobre diversas instituciones ligadas a la insolvencia destacan por su número y su rigor; en ellos aborda el estudio y el análisis de la vis attractiva del juez del concurso, la retroacción, la reintegración y la rescisión concursal, los concursos conexos, la calificación, los acuerdos de refinanciación, la responsabilidad de los administradores, el tratamiento de la insolvencia transfronteriza en la Unión Europea. Abrió camino con su Curso de Derecho Concursal, en colaboración con Cerdá Albero, al que siguió, también en coautoría, las Quiebras y suspensiones de pagos: claves para la reforma concursal, en un momento, en el cambio de siglo, de ausencia de textos didácticos en la materia y en que el viejo Derecho de quiebras daba señales de agotamiento y la nueva ley se gestaba entre tensiones y dificultades. A su doble condición de aplicador y estudioso del Derecho, sumaba ya por entonces su experiencia docente en licenciatura y máster y en cursos especiales en distintas universidades españolas y en la Escuela Judicial y continuó haciéndolo después.
Pero los títulos dedicados al concurso no agotan su obra científica, ni siquiera lo hacen los que cabe inscribir en la disciplina del Derecho Mercantil (el transporte, la propiedad industrial el Derecho de la competencia —traigo a la memoria aquel en que aborda una materia vidriosa, como es el efecto vinculante de las decisiones de las autoridades de la competencia— o los Comentarios a la Ley de Sociedades, una magna obra codirigida con quien fue catedrático de esta Universidad, el profesor García-Cruces).
Se añaden a este largo listado, que aquí no sería oportuno ofrecer en detalle, aquellos otros que, desde un momento temprano, le llevaron a ocuparse de la protección jurídica de los más desvalidos o, como diríamos con expresión que ha hecho fortuna, los vulnerables, entre ellos, muy señaladamente, las personas que tienen limitada su autonomía de la voluntad o necesitan una protección reforzada. Sus estudios sobre la capacidad, el consentimiento, las instituciones tutelares o los internamientos conforman un sólido corpus referencial para investigadores y operadores jurídicos. También supo aquí arrojar la primera luz en la penumbra que escondía (y esconde) el nuevo régimen legal de provisión de apoyos a las personas con discapacidad. Lo hizo en un momento de transición, cuando apenas había entrado en vigor la nueva ley, en la sentencia de 8 de septiembre de 2021, de la que fue ponente. Encontró en aquel asunto, objeto del recurso que avocó el pleno, la ocasión propicia para alumbrar un criterio clarificador y ponderar, con prudencia y rigor, la respuesta de la ley —la orientación que imprime su articulado y la polisemia de sus términos—, las singularidades del caso, la autonomía de la voluntad, el margen de intervención judicial.
Atraviesa todo su quehacer su preocupación e inquietud iusfilosófica que ha cultivado constantemente, que pudo ver nacer tempranamente en su propia casa, aquí, en Zaragoza, y que no solo robustece la solidez con que aborda los retos que se le plantean —en forma de caso o de cuestión—, sino que le llevan a reflexionar —y a animar a otros a hacerlo— sobre la ética judicial, el arte de juzgar o, en su iniciativa más reciente, los sesgos del enjuiciamiento, de lo que hay que ser consciente, para prevenirlos y evitarlos y no debilitar el juicio analítico.
De nuevo dio muestras del necesario entrelazado entre la idea y la práctica cuando, como miembro electo, presidió la Comisión de Ética Judicial desde su constitución en 2018 hasta que expiró su mandato dos años después. Allí tuvo que afrontar problemas y dilemas, situados tantas veces en un terreno fronterizo y a los que el Derecho positivo no alcanza con detalle y en los que es necesario algo más que un ejercicio de subsunción o apegado en exceso al tenor literal de lo dispuesto. Es el caso de cuestiones como las opiniones sobre las resoluciones ajenas, la intervención del juez en las redes sociales, el comportamiento destemplado en la conducción de las vistas, su relación con los medios de comunicación, las entrevistas con los abogados…
Reflexiones y conclusiones, propuestas y respuestas, razones y objeciones discurren en sus escritos doctrinales y académicos atravesados por el rigor técnico del jurista, el sentido común del pensador y el estilo sobrio y claro del escribidor. Aúna Ignacio Sancho las exigencias de los conceptos, la coherencia de los argumentos, la precisión del lenguaje, la inteligibilidad de la expresión y la transparencia de cuanto dice. Son estas cualidades las que animan y caracterizan los textos propios de su oficio y las obras de su ciencia. Tal vez el ejemplo más acabado, al menos hasta ahora, sea su libro El paradigma del buen juez, publicado este mismo año, en el que recoge, revisados, tres trabajos que condensan en buena medida su pensamiento jurídico.
Un pensamiento tan sólido en sus fundamentos como inquieto en sus metas y conquistas, a lo que sin duda ha contribuido su intensa actividad y participación en encuentros y redes de jueces y académicos que tienen por objeto la cooperación jurídica internacional. El fortalecimiento del poder judicial en países con resabios autoritarios, las iniciativas de aproximación de los ordenamientos nacionales, la recepción y el impulso de normas supranacionales, el diálogo con jueces de otros Estados y diversos sistemas han sido los ejes de su indudable proyección transfronteriza que han ensanchado y enriquecido su modo de ver y sentir el Derecho para beneficio de todos.
Porque lo que él sabe, lo brinda con generosidad. Es un compromiso universitario —que, hoy, al sumarse a nuestro claustro, se fortalece aún más— hacer partícipes a los demás de los resultados alcanzados en el cultivo de la ciencia. Ignacio Sancho lleva tiempo siendo fiel a él y devuelve con creces lo recibido. Su obra escrita da testimonio de ello. Pero lo da también su disponibilidad a sumarse y participar en foros y encuentros y, muy señaladamente, en las actividades organizadas por los grupos de investigación jurídica de nuestra Universidad, de sus Departamentos de Derecho, la Escuela de Práctica Jurídica o la propia Facultad, a los que habría que añadir instituciones, entidades y colegios con arraigo en Aragón. Esta es una tierra que él no olvida, aquí nació y creció, y aquí vuelve siempre que se le requiere y cuando no se le requiere también, para compartir momentos y repartir afectos entre amigos que crecen en número.
Del afecto y de la estima dan muestra hoy los asistentes a este acto, una nutrida representación —que, aunque nutrida, solo es representación— del foro y la academia, venidos desde lugares distintos para expresar con su presencia, su oído atento y su gesto amable y complacido el reconocimiento a Ignacio Sancho que recibirá con merecimiento y honor las insignias doctorales que le distinguirán desde este momento.
El orgullo y la vanidad nos adornan, no sin reproche ganado a pulso, a los universitarios. Permítanme que hoy, como agradecimiento a todos ustedes, los exhiba sin apenas pudor y que lo haga, especialmente, en nombre de los dos padrinos que acompañamos al nuevo doctor y en el de otro compañero, Ignacio Moralejo, con quien empezamos a tejer su candidatura. El honor que la Universidad de Zaragoza concede a Ignacio Sancho nos honra a todos, a todos nos distingue su distinción, y la satisfacción que sentimos por ello disculpará que, con orgullo y vanidad, así lo manifestemos.
Decía Aurora Egido, en el bello discurso que pronunció con motivo de la rehabilitación de este edificio, que el paraninfo es «un museo del porvenir en el que los nombres de los que vendrán aún están en blanco. Y estos no los escribirá la fortuna o el azar, sino el legado académico que dejemos hoy, en las aulas, los laboratorios y las bibliotecas del campus, a los universitarios del mañana». ¿Alguien dudará del acierto del nombre que hoy se inscribe en ese vasto espacio en blanco que, esperemos, dé cabida a muchos otros en un tiempo que no alcanzamos a imaginar? Esta es nuestra aportación a tal legado: un nuevo ilustrado en un siglo de luces inciertas. En provecho de todos.
Juan F. Herrero Perezagua
Javier López Sánchez
Juan Francisco Herrero Perezagua